Hemos vivido días muy extraños… y lo que nos queda por ver. El último acto delirante al que hemos asistido es el asalto al congreso de los Estados Unidos por parte de una turba grotesca, mezcla de palurdos de los pantanos, fanáticos políticos y racistas más propios del siglo XIX que de esta era. Ver a un personaje semidesnudo, vestido con pieles de búfalo, encaramarse al estrado de la presidencia del senado de la democracia más antigua del mundo es el ejemplo más vívido de que la cultura occidental se desmorona. Abraham Lincoln, el miembro más destacado del Partido Republicano e incansable luchador de las libertades y derechos civiles, estará llorando desconsolado viendo, allá donde este, en que ha convertido y que hace en nombre de su partido, un fantoche de pelo naranja. Después de todo el sufrimiento y dolor de una guerra civil, ver una bandera sudista pasearse en nombre del Partido Republicano por los pasillos sagrados de la Casa del Pueblo no puede serle más descorazonador a uno de los más grandes políticos que ha dado la historia de la humanidad y por ende de todo lo que ha significado Estados Unidos para la democracia.
Pero no es la misión de este
artículo ahondar en la política estadounidense, si no en abrir el debate sobre
a donde hemos llevado la cultura occidental. El asalto al congreso es el último
acto, pero más allá de este despropósito, en Occidente hemos fracasado como
cultura. El Covid ha puesto de manifiesto, a parte de nuestras debilidades
estructurales como sociedad, nuestra más absoluta decadencia, más aún si nos
comparamos con las culturas del Lejano Oriente y el comportamiento que han
tenido frente a esta enorme adversidad. Esta enfermedad es social, pues su
propagación depende del comportamiento humano, de nuestra forma de ser, actuar
y de responder ante los demás y desde luego Occidente, a la vista de los
incontestables datos, ha fracasado allí donde el Lejano Oriente ha triunfado.
Y sí, es una cuestión cultural,
de concepción misma de la vida, por eso, y aunque podamos tener reservas
respecto a los datos, países tan diferentes políticamente como Buthan, China,
Vietnam, Japón o Corea del Sur han logrado controlar muchísimo mejor la
pandemia que nosotros. ¿Pero que los hace diferentes? No es la política pues tanto
ellos como nosotros tenemos dictaduras, democracias, monarquías, repúblicas…
tampoco la economía, en ambos extremos del planeta hay países capitalistas,
comunistas… ni tampoco la religión, pues hay por ambas partes países muy
religiosos, otros cuasi ateos… No, lo que nos diferencia profundamente es la
concepción más básica de la sociedad: En Oriente el bien común está por encima
del bien individual.
En Japón a nadie se le ocurriría
clamar contra el uso de las mascarillas, ni que estas son un bozal o que les
quitan su libertad, actitudes que muestran muchos occidentales y que son más
propias de un niño malcriado que de una sociedad madura. Los nipones usan las
mascarillas cada invierno desde 1918 y lo hacen por una razón muy sencilla:
RESPETO hacia los demás y sobre todo hacia sus mayores. Por encima de las
molestias e incomodidades que puede causar una mascarilla, para ellos está el
no contagiar a los demás de una enfermedad, el de preservar la frágil vida de
sus mayores, el bien colectivo por encima del bien individual. Los chinos, si
bien es cierto que viven bajo una dictadura, se han comportado con una
disciplina digna de elogio en comparación con el infantilismo de todas las
sociedades occidentales con manifestaciones vergonzosas pidiendo anteponer las
necesidades personales al principio más básico: guardar la salud de nuestros
conciudadanos. Incluso los chinos residentes en países occidentales se han
comportado de forma muy diferente a sus vecinos, han sido disciplinados,
acatado las recomendaciones los primeros e incluso, como por ejemplo en Madrid,
donando el material sanitario, que con gran previsión habían guardado, a los hospitales
desbordados salvando así muchas vidas. De nuevo el bien común por encima del
bien individual sin tener en cuenta la nacionalidad que ponga en el DNI.
Pero Europa no era esta sociedad
inmadura que tenemos ahora. En España la palabra dada tenía valor de contrato,
la costumbre de ceder el asiento a las embarazadas o a las personas mayores era
la norma de comportamiento, el ayudar al vecino en sus necesidades... Se
pensaba en el bien común. ¿Cuándo cambió todo esto? ¿Cuándo nos volvimos tan
absolutamente egoístas e insensibles al dolor ajeno? A principios del siglo XX Occidente
comenzó, tras el caos de la Revolución Industrial y de la Gran Guerra, a
experimentar con nuevos modelos de Sociedad y nos fuimos a los dos extremos: la
individualización más absoluta, el YO y el individualismo que representa USA y
el colectivismo más feroz con la URSS y los países comunistas. Dos modelos
sociales se alejaron de estas dos corrientes a mi modo de ver tan nocivas:
Europa y China. Europa hizo la cuadratura del círculo con su estado del
bienestar, equilibrando ambos mundos de forma magistral, China, tras el fracaso
del comunismo más puro y aunque si es bien cierto que manteniendo la dictadura,
comenzó a dejar crecer la iniciativa individual dentro de su modelo colectivo.
China ha persistido en ese modelo
y de ser un país completamente empobrecido a principios del siglo XX ha pasado
a ser la segunda potencia mundial si no es ya la primera. ¿Pero qué pasó en
Europa? Todo comenzó con Margaret Thatcher y su destrucción del sostén social,
la implantación del neoliberalismo más salvaje. Luego vino la caída del muro de
Berlín y el fin de la amenaza comunista, que dio alas a los capitalistas más
depredadores para hacer negocio con ese pastel tan apetitoso que es el bien
común. El beneficio privado por encima del bienestar del país, los “patriotas”
de pulserita con cuentas en Suiza y los reyes lacrimógenos comisionistas, eso
sí, haciéndolo “todo por su país”. Todo esto nos ha llevado a donde estamos, a
sociedades occidentales incapaces de mantenerse fuertes, unidas y cohesionadas
socialmente ante los grandes desafíos, el sálvese quien pueda campa a sus
anchas. Lo hemos visto estos días en una parte no despreciable de la sociedad
con su: “ si ha de morir gente para que
yo pueda irme de fiesta, pues es lo que hay”, que decía un twittero, o los que
usan el negacionismo y teorías conspirativas absurdas para disfrazar su
despreciable egoísmo o políticos de toda índole marcándose un “Titánic” a la
hora de ponerse las vacunas, saltándose a la gente más vulnerable y a nuestros
verdaderos héroes: los servidores públicos de a pie y que no tienen grandes
despachos. Hemos perdido el norte.
Tras escuchar el discurso de
Biden se abre una luz en este desastre de sociedad que estamos construyendo,
aunque me esperaré a ver hechos, las palabras de los políticos se las lleva muy
fácilmente el viento, pero al menos suena bien: volver a confiar y apoyarse
unos vecinos con otros, a que el bienestar debe ser para todos, a que los
sueldos deben ser dignos y justos, a que lo importante son los intereses de la
clase media y no el de las grandes corporaciones. En Europa lo tenemos más
fácil, ya sabemos cómo hacerlo, ya lo teníamos antes de los años 90. Debemos de
volver a atar en corto al capitalismo depredador que se ha implantado en
Europa, acabar con el todo vale con tal de aumentar los beneficios. No, no todo
vale. Si no lo hacemos, si seguimos permitiendo esta depredación de unos pocos,
el sistema se devorará a sí mismo tal y como sucedió con la sociedades
comunistas. Los que se quedarán por el camino serán innumerables, gente sin
futuro y con rabia que acabarán vistiéndose de búfalos y asaltando congresos o
algo peor, montando campos de exterminio. Ya lo hemos vivido en el pasado, no
volvamos a repetir una vez más el peor error que comete siglo tras siglo la
humanidad: anteponer la economía a las personas, o salimos todos juntos o no
saldremos, o nos apoyamos entre las personas de bien sea cual sea nuestra
ideología o no saldremos.