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viernes, 22 de enero de 2021

Cuando la cultura Oriental venció


Hemos vivido días muy extraños… y lo que nos queda por ver. El último acto delirante al que hemos asistido es el asalto al congreso de los Estados Unidos por parte de una turba grotesca, mezcla de palurdos de los pantanos, fanáticos políticos y racistas más propios del siglo XIX que de esta era. Ver a un personaje semidesnudo, vestido con pieles de búfalo, encaramarse al estrado de la presidencia del senado de la democracia más antigua del mundo es el ejemplo más vívido de que la cultura occidental se desmorona. Abraham Lincoln, el miembro más destacado del Partido Republicano e incansable luchador de las libertades y derechos civiles, estará llorando desconsolado viendo, allá donde este, en que ha convertido y que hace en nombre de su partido, un fantoche de pelo naranja. Después de todo el sufrimiento y dolor de una guerra civil, ver una bandera sudista pasearse en nombre del Partido Republicano por los pasillos sagrados de la Casa del Pueblo no puede serle más descorazonador a uno de los más grandes políticos que ha dado la historia de la humanidad y por ende de todo lo que ha significado Estados Unidos para la democracia.

Pero no es la misión de este artículo ahondar en la política estadounidense, si no en abrir el debate sobre a donde hemos llevado la cultura occidental. El asalto al congreso es el último acto, pero más allá de este despropósito, en Occidente hemos fracasado como cultura. El Covid ha puesto de manifiesto, a parte de nuestras debilidades estructurales como sociedad, nuestra más absoluta decadencia, más aún si nos comparamos con las culturas del Lejano Oriente y el comportamiento que han tenido frente a esta enorme adversidad. Esta enfermedad es social, pues su propagación depende del comportamiento humano, de nuestra forma de ser, actuar y de responder ante los demás y desde luego Occidente, a la vista de los incontestables datos, ha fracasado allí donde el Lejano Oriente ha triunfado.

Y sí, es una cuestión cultural, de concepción misma de la vida, por eso, y aunque podamos tener reservas respecto a los datos, países tan diferentes políticamente como Buthan, China, Vietnam, Japón o Corea del Sur han logrado controlar muchísimo mejor la pandemia que nosotros. ¿Pero que los hace diferentes? No es la política pues tanto ellos como nosotros tenemos dictaduras, democracias, monarquías, repúblicas… tampoco la economía, en ambos extremos del planeta hay países capitalistas, comunistas… ni tampoco la religión, pues hay por ambas partes países muy religiosos, otros cuasi ateos… No, lo que nos diferencia profundamente es la concepción más básica de la sociedad: En Oriente el bien común está por encima del bien individual.


En Japón a nadie se le ocurriría clamar contra el uso de las mascarillas, ni que estas son un bozal o que les quitan su libertad, actitudes que muestran muchos occidentales y que son más propias de un niño malcriado que de una sociedad madura. Los nipones usan las mascarillas cada invierno desde 1918 y lo hacen por una razón muy sencilla: RESPETO hacia los demás y sobre todo hacia sus mayores. Por encima de las molestias e incomodidades que puede causar una mascarilla, para ellos está el no contagiar a los demás de una enfermedad, el de preservar la frágil vida de sus mayores, el bien colectivo por encima del bien individual. Los chinos, si bien es cierto que viven bajo una dictadura, se han comportado con una disciplina digna de elogio en comparación con el infantilismo de todas las sociedades occidentales con manifestaciones vergonzosas pidiendo anteponer las necesidades personales al principio más básico: guardar la salud de nuestros conciudadanos. Incluso los chinos residentes en países occidentales se han comportado de forma muy diferente a sus vecinos, han sido disciplinados, acatado las recomendaciones los primeros e incluso, como por ejemplo en Madrid, donando el material sanitario, que con gran previsión habían guardado, a los hospitales desbordados salvando así muchas vidas. De nuevo el bien común por encima del bien individual sin tener en cuenta la nacionalidad que ponga en el DNI.


Pero Europa no era esta sociedad inmadura que tenemos ahora. En España la palabra dada tenía valor de contrato, la costumbre de ceder el asiento a las embarazadas o a las personas mayores era la norma de comportamiento, el ayudar al vecino en sus necesidades... Se pensaba en el bien común. ¿Cuándo cambió todo esto? ¿Cuándo nos volvimos tan absolutamente egoístas e insensibles al dolor ajeno? A principios del siglo XX Occidente comenzó, tras el caos de la Revolución Industrial y de la Gran Guerra, a experimentar con nuevos modelos de Sociedad y nos fuimos a los dos extremos: la individualización más absoluta, el YO y el individualismo que representa USA y el colectivismo más feroz con la URSS y los países comunistas. Dos modelos sociales se alejaron de estas dos corrientes a mi modo de ver tan nocivas: Europa y China. Europa hizo la cuadratura del círculo con su estado del bienestar, equilibrando ambos mundos de forma magistral, China, tras el fracaso del comunismo más puro y aunque si es bien cierto que manteniendo la dictadura, comenzó a dejar crecer la iniciativa individual dentro de su modelo colectivo.


China ha persistido en ese modelo y de ser un país completamente empobrecido a principios del siglo XX ha pasado a ser la segunda potencia mundial si no es ya la primera. ¿Pero qué pasó en Europa? Todo comenzó con Margaret Thatcher y su destrucción del sostén social, la implantación del neoliberalismo más salvaje. Luego vino la caída del muro de Berlín y el fin de la amenaza comunista, que dio alas a los capitalistas más depredadores para hacer negocio con ese pastel tan apetitoso que es el bien común. El beneficio privado por encima del bienestar del país, los “patriotas” de pulserita con cuentas en Suiza y los reyes lacrimógenos comisionistas, eso sí, haciéndolo “todo por su país”. Todo esto nos ha llevado a donde estamos, a sociedades occidentales incapaces de mantenerse fuertes, unidas y cohesionadas socialmente ante los grandes desafíos, el sálvese quien pueda campa a sus anchas. Lo hemos visto estos días en una parte no despreciable de la sociedad con su:  “ si ha de morir gente para que yo pueda irme de fiesta, pues es lo que hay”, que decía un twittero, o los que usan el negacionismo y teorías conspirativas absurdas para disfrazar su despreciable egoísmo o políticos de toda índole marcándose un “Titánic” a la hora de ponerse las vacunas, saltándose a la gente más vulnerable y a nuestros verdaderos héroes: los servidores públicos de a pie y que no tienen grandes despachos. Hemos perdido el norte.

Tras escuchar el discurso de Biden se abre una luz en este desastre de sociedad que estamos construyendo, aunque me esperaré a ver hechos, las palabras de los políticos se las lleva muy fácilmente el viento, pero al menos suena bien: volver a confiar y apoyarse unos vecinos con otros, a que el bienestar debe ser para todos, a que los sueldos deben ser dignos y justos, a que lo importante son los intereses de la clase media y no el de las grandes corporaciones. En Europa lo tenemos más fácil, ya sabemos cómo hacerlo, ya lo teníamos antes de los años 90. Debemos de volver a atar en corto al capitalismo depredador que se ha implantado en Europa, acabar con el todo vale con tal de aumentar los beneficios. No, no todo vale. Si no lo hacemos, si seguimos permitiendo esta depredación de unos pocos, el sistema se devorará a sí mismo tal y como sucedió con la sociedades comunistas. Los que se quedarán por el camino serán innumerables, gente sin futuro y con rabia que acabarán vistiéndose de búfalos y asaltando congresos o algo peor, montando campos de exterminio. Ya lo hemos vivido en el pasado, no volvamos a repetir una vez más el peor error que comete siglo tras siglo la humanidad: anteponer la economía a las personas, o salimos todos juntos o no saldremos, o nos apoyamos entre las personas de bien sea cual sea nuestra ideología o no saldremos.